Del 1-6 al 0-3, la decepción nacional

QUE RAFAEL Nadal, tras arrollar en Roland Garros, haya perdido en la primera ronda de Wimbledon, tal vez la prueba deportiva más difícil del mundo, no es una tragedia sino una anécdota muchas veces repetida en el tenis. Le ha pasado a un buen número de los grandes campeones. Manolo Santana venció con facilidad a Ralston en la final de Wimbledon en 1966 y, al año siguiente, Carlitos Pasarell le derrotó en el primer partido, un choque de tal calidad tenística, por cierto, que todavía lo recuerdan los buenos aficionados.

Que España tras vencer a Inglaterra en el Mundial de 1950, cuando los británicos eran los reyes indiscutibles del fútbol, fuera aplastada por Brasil en Maracaná con un 1-6 justo y concluyente no erosionaba la calidad habitual del fútbol español. Son cosas del deporte. Otra cuestión, sin embargo, es la decepción que una derrota puede suponer en el ánimo de la opinión pública. En algunos aspectos, España ha aliviado la crisis económica con los éxitos deportivos. Confiemos en que no la acentúe con los fracasos.

Fernando Lázaro Carreter explicó muy sagazmente cómo el fútbol había sustituido en gran parte la épica de las victorias militares. Rubén Darío no hubiera dedicado hoy su marcha triunfal a los guerreros de la lanza de vivos reflejos sino a los jugadores que regresaban de Sudáfrica como nuevos héroes imbatidos. Según Lázaro Carreter derrotar a Inglaterra en un campo de fútbol nos devuelve las naves de la Armada Invencible; vencer a Francia nos compensa de Rocroi; ganar a Portugal borra las sombras de Aljubarrota.

Claro que todo esto son metáforas y especulaciones. Al fútbol habría que colocarlo en su lugar y evitar desbordamientos y presunciones. Pero no es así. Ayer se padecía una ola de decepción nacional. Tras cinco años de triunfos espectaculares, los brasileños nos recordaban en Maracaná que así pasan las glorias del mundo. España, tal vez en el punto de inflexión de la generación radiante del fútbol, ofreció una imagen disminuida. Es verdad que los dioses brasileños jugaron mejor. Además, tuvieron suerte, desbocados por el griterío religioso de las gradas. Un día alineé en la biblioteca-comedor del ABC verdadero a la delantera de fuego del Athletic de Bilbao: Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza. Recuerdo una frase de aquel extremo izquierda, considerado como uno de los grandes de la historia del fútbol español: «En los partidos de relieve –dijo Piru Gaínza– la suerte juega al 50%». Y la suerte, sin regatear un adarme el mérito de Brasil, jugó en la final del domingo: un gol prematuro y absurdo, otro recibido cuando expiraba el primer tiempo, un penalti fallado, dos goles cantados que no quisieron entrar, un árbitro asustado y casero, un jugador expulsado… No se trata de disculparse porque los brasileños fueron superiores. Pero no tuvimos suerte.

Durante ochenta años, Brasil formó parte del Imperio español. Evangelizamos al gran país, lo fortificamos y lo defendimos de los acosos franceses, británicos y holandeses. Brasil se ha convertido ahora en una de las naciones emergentes con mayor futuro y, además, ha escrito la más brillante epopeya en la historia del deporte rey, cuando la épica de la guerra ha sido sustituida en gran parte por la épica del fútbol. Pero quién sabe. Tal vez el equipo de Iniesta aguante un año más y devolvamos a los leones amarillos las dos goleadas con las que nos han obsequiado en Maracaná para euforia de los brasileños y decepción de los españoles. Todo es posible en Granada, todo en Río de Janeiro.

Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.